domingo, 17 de febrero de 2008

APRENDIENDO LOS RITUALES: NOCHE DE VIERNES EN LOS TOROS

APRENDIENDO LOS RITUALES: NOCHE DE VIERNES EN LOS TOROS


Como envuelto en llamas, dejando detrás de si una larga estela de humo café, corre con gran bravura un toro, que al final resulta sumamente manso, negro de color y de nombre Centenario, por sobre un novel redondel construido para conmemorar los primeros cien años de Torreón, la irónicamente joven ciudad en que aquel hermoso animal habría de terminar sus días; frente a él hay un hombre montado sobre un misterioso corcel, erguida y esbelta es su figura, agradable su sonrisa, y sin embargo será aquella delicada efigie de seductora mirada la que acabe con la vida del poderoso animal.

Mi computadora marcaba las ocho y media de la mañana del martes cinco de febrero del año en curso, no llevaba más de diez minutos en el Tribunal y mi mente ya se había perdido en el laberinto de ideas estupidas y pensamientos trillados de los que se encuentra habitado mi cerebro, la realidad era que no tenía pendientes, tenía todo el trabajo adelantado para el resto de la semana y además acababan de cancelar el curso de Derecho Penal al que me había inscrito, así que, en pocas palabras, disponía de todo el tiempo para tirar hueva.

Transcurrieron las horas, y ya cansado un poco de leer las jurisprudencias del IUS (programa compilador de tesis) y escuchar música de mi Ipod, mientras degustaba una rara galleta de trigo mezclado con granos de café, comencé a pensar en lo que probablemente comería en la tarde y, poco después, en lo que habría de hacer el fin de semana; tras buscar datos en mi cabeza sobre mis planes para el viernes, sábado y domingo siguientes, me percate que no haría nada, cuestión que comenzó levemente a preocuparme (probablemente porque no estaba trabajando y tenía la mente libre y fresca), el único plan fijo hasta el momento era quedarme en casa, vegetando y leyendo alguna novela.

Y en eso seguía sin hacer nada, cuando abruptamente mi celular comenzó a brillar para hacerme notar que hasta él había llegado un mensaje, era mi amiga Lorena que me planteaba un plan poco común para mi: ir con ella y Urick (su novio y uno de mis mejores amigos) a la corrida inaugural de la nueva plaza de toros de la ciudad.

Hasta ese momento jamás me había planteado la idea de ir a una corrida de toros, en principio porque no le encontraba nada atractivo (caso contrario si hubiera sido un buen concierto de rock) y en segundo, porque me parecía un acto salvaje y primitivo, una muestra más de violencia contra los animales. Desde pequeño, mis padres y mis abuelas me habían mostrado su total desagrado hacia la denominada “fiesta brava”, cuando irónicamente sus progenitores y maridos, respectivamente, eran fanáticos de dicho espectáculo.

Pero ahora la situación era diferente, al verme sin planes para el viernes y por la curiosidad de ver al famoso rejoneador Pablo Hermoso de Mendoza, elegido para estrenar el ruedo del “Coliseo del Centenario”, traicione mis principios y abrí mis expectativas a la posibilidad de poder ir a los toros, por lo que acepte la invitación. Hace mucho que había escuchado hablar de Hermoso de Mendoza, sabía que era el mejor del mundo en su especialidad, que era español (lógicamente tenia que serlo), y que por el dicho de muchas amigas y conocidas, era bastante carismatico.

El espectáculo de ese viernes comenzaría a las ocho y media, por lo que mis amigos y yo decidimos partir lo más temprano posible al “Coliseo”, sin embargo, llegar hasta el estacionamiento del mentado lugar nos tomo poco más de hora y media, el trafico era verdaderamente denso, problema cada vez más frecuente en Torreón; finalmente logramos ocupar nuestros lugares, bastante incómodos a decir verdad, afortunadamente el espectáculo aun no había comenzado; tras aguardar unos veinte minutos, dio inicio una ceremonia de inauguración y después la entrada al ruedo de los toreros y todo el sequito que habría de acompañarlos esa noche.

A la cabeza del contingente estaba Pablo Hermoso de Mendoza, montado en un imponente corcel negro, a sus costados se encontraban Eulalio López “El Zotoluco” e Ignacio Garibay, los toreros que completaban el cartel de ese viernes ocho de febrero. Dieron la vuelta a la plaza, de manera pausada y respetuosa, como si se tratara de un ritual sagrado, de una especie de purificación del ruedo; la gente comenzó a aplaudir y la banda comenzó a tocar los primeros pasos dobles que escuchara el coliseo.

Ruedo del Coliseo del Centenario

El primero en torear fue Pablo Hermoso, a él le siguió el Zotoluco y después Garibay, cada uno de ellos mataría dos toros, 2 de la ganadería Bernardo de Quiroz y 4 de Santa Barbara. Poco entendí de los rituales que habría de presenciar a lo largo de aquel festejo, o de las técnicas y artes empleados por los toreros y el rejoneador (que para el caso es lo mismo), en ningún momento grite “ole”, ni me conmocione cuando los seis toros fueron cayendo tras haber sido atravesados por las hojillas de metal que eran clavadas en sus lomos, pero lo cierto es que viendo al Zotoluco y sobretodo a Pablo Hermoso de Mendoza, comprendí de donde emanaba la belleza de tan sanguinaria fiesta:

Hay una extraña y mística comunicación entre el torero y el toro, un lenguaje que solamente ellos dominan, un idioma compuesto de movimientos elegantes del capote, de las banderillas y las espadas, una lengua compuesta de resoplidos y de cuernos, de enormes ojos azabache cargados de ira y ternura al mismo tiempo, de lentejuelas e hilos de oro, un lenguaje que permite que por un instante, por un corto momento, un impresionante animal dispuesto a matar por defender su vida, se paralice unos cuantos segundos frente a un delgado individuo, que con todo respeto lo tome por sus cuernos, lo vea los ojos y le agradezca que le haya perdonado su humana vida.

Cada toro, cada torero, con cada caballo montado por Pablo Hermoso de Mendoza fui envolviéndome poco a poco de la fiesta brava, podría decirse que logró cautivarme, no se si al grado de convertirme en uno más de sus seguidores o en un simple espectador de ocasión, pero lo cierto es que aquella noche, noche en que Garibay, el Zotoluco y Pablo Hermoso de Mendoza salieron en hombros por la puerta grande del Coliseo del Centenario, yo salí dejando en esa misma puerta mis perjuicios necios y me lleve conmigo el encanto de los toros.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No hay ningún pretexto que lo valga, estimado. Cuál es la diferencia, entonces, entre los gladiadores romanos que eran sacrificados en el anfiteatro y los toros? Es que el toro lo vale? Se le menosprecia solo por ser un animal? O ninguna, es decir, nos entretendrá lo mismo la muerte de un ser humano? Evidencia una mentalidad retrógrada nuestra, no importa que sea considerada una tradición milenaria (y otra de las absurdas herencias que nos dejaron los españoles). La última foto de tu post lo dice todo: es esto lo que goza el torero? Lástima.

Para deportes con animales, la charrería: esa sí es mexicana, al caballo se le respeta porque es el aliado y el amigo del charro, y si bien en algunas suertes se requiere enlazar y azotar a vaquillas, estás no mueren ni son sacrificadas al término de la exhibición. Lo peor es que no tiene esa difusión que la tauromaquia sí tiene. Muy mal de nuestra parte.

Y aparte el coliseo esta horrible. Eso es nuestro regalo de centenario? Una imitación del verdadero coliseo? Bah, pues ya tenemos al Cristo del Corcovado, varias torres Eiffel, sólo nos faltan las pirámides de Chichen Itza y de Teotihuacan. Ya me enojé, adios.

Holden ArG dijo...

Sabia que te ibas a molestar, por otro lado en ningun momento dije que me gustara el Coliseo, de hecho considero que es una cosa horrenda.

Diana dijo...

ciertamente a mi se me hace cruel matar animales para beneplácito de otros (refiriéndome al entretenimiento, puesto que me gusta comer carne y ahora amo a mi pato xD), pero hay a quienes les gusta disfrutar del sufrimiento ajeno

que tiene su chiste estar frente a un todo asustado por el encierro previo o molesto por los elegantes movimientos de su rival, ah claro que tiene, como todo en esta vida tiene su chiste (hasta lavar un plato tiene chiste)

no me molesta que otros difundan y asistan a estos eventos de evidente salvajismo contra animales, pero para la violencia en las calles por ejemplo, no tenemos que pagar nada por ver, está al alcance de todos y en el ritmo diario de vivir

ay como que ya me viajé demasiado, eso pasa cuando no duermo bien ¬¬ espero que estés bien mi estimado